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Esos malditos bastardos. Una oleada de cosas buenas, de esperanzas, de deseos que llegan a ti en lamentable estado, una masa fusiforme a la que moldear a merced. Y le das forma, arcilla ensuciando tus dedos, y por un instante se asemeja a todo aquello que ansías. El mundo en tus manos.

Lo difícil es hacer de ese boceto iluso una realidad. Nos pasamos años soñando despiertos con lo que queremos hacer, dónde queremos llegar, en qué queremos volcar nuestras horas y nuestra alma, ese trabajo de ensueño, el proyecto de tu vida. La fotografía, la música, la danza, literatura, vivir en el extranjero, ser alguien en un mundo de don nadies… Son horas de ilusiones vívidas y tangibles donde por un instante te sueñas el amo del universo. Te sabes infalible, te intuyes poderoso. Pero todo esto tiende a desinflarse, como un globo expuesto demasiado tiempo al sol, todo languidece y en la mayoría de los casos queda en la nada.

¿Por qué entonces tanto esfuerzo? Perseverar es de valientes, no todo el mundo tiene esa capacidad pero… ¿Es posible dejar de soñar? ¿Dejar de dibujar en nuestra mente pequeños trazos de lo que queremos que sea nuestra vida? Desde que aparecemos llorones entre sábanas de hospital nos enseñan a tener un plan de vida, un plan de escape. A menudo se corresponde con una carrera respetable -de esas que dan dinero-; sin embargo, muchos nos topamos con que no podemos seguir ese camino pues somos más de recovecos insondables, de oscuras madrugadas bañadas en tinta y papel, de pentagramas y parqué.

Últimamente me veo imbuida en un camino excesivamente sórdido, a veces demasiado solitario. Y se hace difícil.  Mis ciclos se ven marcados por pequeñas metas, siempre llenas de incertidumbre y con un alto porcentaje de fracaso; y la verdad es que desde hace un tiempo no he cumplido ninguna de ellas. Esto se traduce en una frustración exacerbada, en rabia y en tristeza. Es así, no voy a mentir ni a adornar las cosas, la honestidad me va bien, es un abrigo que no me cuesta lucir. En este proceso de hacer y deshacer, de rehacer, de replantear, de recagarse en la puta… me hallo. Lo intento, me marco la meta, voy a por ella y una vez más fracaso. No estoy donde me marqué estar hace dos años, no he dejado mi insólito trabajo, no estoy menos sola sino todo lo contrario y alrededor la gente vuela, y lo hace alto. Yo solo puedo batir mi mano en forma de despedida e intentar alzar barbilla con fingido orgullo por permanecer.
DCF 1.0
Y es que aquí acaba un ciclo, lo sé porque se siente demoledor. Es una sensación recia que arrasa rauda con todo a su paso. Despelleja, desgarra, destroza. Todos lo hemos sentido alguna vez, a todos nos ha dolido alguna vez. Cuando un ciclo se acaba, de alguna manera todo se desmorona. Es un libro finito, un FIN bobalicón en el último fotograma. Es vacío, es negrura. Es incertidumbre. Hay ciclos, en cambio, que antes de terminar ya le han dado la mano al siguiente y el cruce es seguro. Pero sabéis tan bien como yo que son los menos, y son tan taimados, tan calladitos que muchas veces no nos enteramos de cuándo suceden. Es el equivalente a morirse durmiendo. El deseo por excelencia.

Hay ciclos que se empiezan con ganas, pese a que el final del anterior fue un bache a superar. Esos son los que te esperas, los que ves venir… el problema surge cuando el huracán te engulle y te encuentras en su epicentro, en ese ojo avieso y maldito, atrapada, jodida. ¿Cómo salir? ¿Qué meta me marco ahora? ¡Si ya no tengo más…!  o las que tengo son tan complicadas que parecen inviables. ¿De dónde saca una la fuerza? Tengo la teoría de que a veces en los cambios drásticos se encuentra la respuesta, en la cruda supervivencia del ser, del yo, del ego. En la lucha encarnizada con la vida, pues al final, de la ciénaga se sale nadando con violencia. Y así es como hay que encarar la vida a veces.